Cristina
Yo detesto el deporte nacional del péguele a Cristina. De hecho, me parece que ella ya se pega suficiente cuando pierde la lengua: cuando compara los goles con los muertos, famosamente, por ejemplo. Así que preferiría no sumarme al coro fácil, pero es cierto que su presidencia acabó con años de avances en la condición de la mujer en la Argentina.
Para empezar, la imagen. Cristina Fernández usó su condición de mujer desde el principio: cuando se lanzó en campaña uno de sus argumentos centrales era que por primera vez los argentinos elegiríamos a una presidenta. Elegir a una mujer ya era, en sí mismo, un signo de progreso, postulaba. Aunque no esté tan claro.
Es curioso lo que pasa con las mujeres cuando llegan al poder: nada. Quiero decir: nada que las distinga demasiado de los hombres en el poder. Se diría que, en esa frase, lo importante es “el poder”, no el sexo de quien lo ejerce. En las últimas décadas, desde que empezaron a encabezar gobiernos, parece como si la mayoría de esas mujeres se hubieran propuesto desmentir cualquier atisbo de sospecha de posibilidad de acaso imaginar que su condición femenina las haría más débiles –menos capaces de poder con el poder– y se convirtieron en superhombres: Margaret Thatcher es el caso emblemático, pero también Golda Meir o Benazir Bhutto o Angela Merkel. Son mujeres que intentaron demostrar que, en el poder, ser mujer no significa casi nada. Contra cualquier postulado de que lo femenino podía ser diferente, contra aquel discurso que sostenía que los que habían hecho la guerra y la injusticia y las sombras del mundo eran los hombres, ellas contribuyeron a la idea de igualdad de géneros: que una mujer puede ser tan inclemente como el más inclemente de sus conciudadanos.
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